Transcribimos a continuación un artículo aparecido en prensa allá por el lejano año de 1858.
Está firmado por Fernán Caballero y en él se describe una estraña ciscunstancia dentro de la procesión del Cristo de la Expiración por la plaza de San Francisco.
La fotografía que ilustra esta entrada es lógicamente un fotomontaje intentando recoger las extrañas circunstancias de la procesión que se describe.
Rogamos su detenida lectura y posteriores comentarios...........
LOS ANGELITOS, en las procesiones de Sevilla.
Hace algunos años, niños míos, veíamos desde un balcón, no lejano de la gran plaza de San Francisco, profundamente conmovidos pasar una de las más hermosas procesiones de Semana Santa. Era la del Cristo de la Expiración, así denominado, porque la magnífica efigie, obra del gran Montañés, la más sublime de cuantas liemos visto, representa á nuestro Salvador en el momento de espirar.
Gracias al cielo, se conservan las procesiones, ese credo, ese acto de fe público y puesto en acción, ese intacto legado de los tiempos en que la Religión era para el hombre lo más, y toda otra cosa lo menos, tiempos en los que si había muchos que no eran buenos, reconocían que no lo eran, y de esta suerte dejaban la puerta abierta al arrepentimiento y á la enmienda, porque si la conducta era laxa, el espíritu era humilde.
Precedía el Paso una larga serle de penitentes cubiertos los rostros, ceñidas las cinturas con cuerdas, arrastrando tras sí las largas colas de sus túnicas moradas, y con gruesos cirios amarillos en las manos, que marchaban en dos filas á paso lento; el clero de la parroquia revestido de sus más ricos ornamentos, el Capitán general con su estado mayor, los hermanos mayores de las cofradías con sus estandartes y guiones les seguían. Las trompetas enronquecidas al intento, los tambores ensordecidos con el mismo objeto, la pausada marcha fúnebre que ejecutaba la música militar; todo digno, solemne y majestuoso, preparaba el ánimo á considerar conmovido aquella magnífica representación del Dios crucificado que elevada á gran altura era presentada á sus redimidos.
Visto desde el balcón aquel divino rostro alzado al cielo, aquellos ojos quebrados por el tormento y la muerte, pero aun dulces y misericordiosos, aquella boca entreabierta, de la que se ve exhalar su último suspiro, y se oye su última palabra, esa gran enseñanza de bien morir: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, conmueven a un punto y causan tal impresión, que solo se demuestra y solo se pinta con un raudal de lágrimas.
Ante el Paso, y como lucientes y suaves estrellas en aquella noche de dolor que enluta el alma, van una porción de niños vestidos de angelitos, algunos tan pequeños, que tienen sus padres que llevarlos de la mano. Sobre un vestido de punto que les ciñe el cuerpo, llevan túnicas de gasa guarnecidas do oro ó de plata; en sus piececitos sandalias sujetas con cintas, igualmente de oro ó plata, y alas de plumas colocadas en sus hombros; ciñen sus frentes diademas de pedrería, ó coronan sus rizadas cabelleras guirnaldas de flores; algunos figuran los arcángeles llevando sus atributos, otros llevan en pequeño los instrumentos de la Pasión.
En medio va una niña humildemente vestida de Verónica, que lleva extendido el paño en que se ve impreso el rostro del Señor. —Todos van serios, callados y graves, como si su mente infantil comprendiese en toda su extensión, cual te alta inteligencia de los espíritus que representan, toda la grandeza y sublimidad de la escena, ó bien como si estos altos espíritus que representan hubiesen penetrado en ellos para solemnizar, acompañándolo en esa forma la exhibición del suplicio de su Señor.
Si todos miran con amor é interés a estos angelitos bellos y graves, muy en particular lo hacen las mujeres con su apasionada ternura hacía los ángeles, y hacía los niños: así sucede que cada mirada femenina les envía una entusiasta bendición, cada sonrisa una caricia. ¿No se gusta, y en particular en la era presente, de emociones? ó no se buscan en lecturas, en teatros, en diversiones populares, y hasta en la vida pública y privada?—pues ahí las tenéis ;—no crueles, descompuestas, violentas, y de mala índole y peores consecuencias, sino que ahí las tenéis, suaves, santas y dulces. Ved todos esos rostros de hombros sosegados, y que la expresión de la bondad y del respeto ennoblece; ved los de las mujeres, en los que se mezclan con tanto encanto las sonrisas y las lágrimas, ¿hay acaso emociones más dulces y más bellas?
La procesión, atravesando el inmenso gentío que refluía hasta en los balcones y ventanas en que se agolpaban las señoras, había llegado a la plaza de San Francisco. De repente suena un rumor confuso, las gentes se turban, se arremolinan, corren sin sabor d(5nde ni porqué, y se atropellan en espantoso tumulto.
Esa plaza, esas calles un momento antes tan silenciosas y sosegadas, A pesar de la apiñada muchedumbre que las llenaba, presentan de repente el más asombroso cuadro de confusión y alarma; los gritos de los que huyen, los gemidos de los atropellados, las puertas que se cierran, forman un estrépito aturdidor, y sobre todo esto penetra un grito de espanto y terror lanzado por miles de labios femeninos desde los balcones: Los angelitos!—los angelitos!—
Las gentes en su insensato pánico han huido, y despejada aparece la plaza. En ella ha formado la tropa un cuadro semejante á una fortaleza; en medio de este cuadro, tranquilos, sosegados y sonriendo, están los angelitos; sus flores no se han ajado, los plumeritos de sus cascos se mecen suavemente en la calmada atmósfera que los rodea; cual la inocencia escudada por el respeto, nada han notado del tropel, de la agitación y del terror exterior.; ni han conocido el peligro que corrían!—Jamás se vio cuadro más conmovedor, espectáculo más encantador y simpático ! ¿Para quién no lo es, la noble fuerza, amparando á la desvalida inocencia.
FERNAN CABALLERO.
1858