De la pluma de
José Andrés Vázquez (Aracena, 1884 - Sevilla, 1960), uno de los precursores del andalucismo histórico, traemos hoy la transcripción de un interesante artículo que vio la luz en la primavera de 1917 en el
SEMANARIO ESPAÑA. La primera de las fotografías se corresponde con la que acompaña a dicho texto en su publicación original, siendo el resto una aportación de nuestro archivo con imágenes de la época.
Espero disfruten de su lectura que les trasladará a una lejana noche del Viernes Santo.....
SEVILLA: EL CRISTO DEL MUSEO (Obra de Cepeda.)
UNA IMAGEN SEVILLANA
EL CRISTO DEL MUSEO
UNA PLAZUELA SOLITARIA Y UN CRISTO SIN FERVOROSOS
En el rincón formado por el edificio del Museo y su capilla hácese una plazuela a trasmano, fuera del tránsito general y cubierta por un musguillo esmeralda que asoma tímido por los intírsticios del pavimento. Es una plazoleta que si no fuera por la vecindad de la casa que cobija los espíritus de Murillo, Zurbarán, Valdés Leal y otros, pareceríamos una vulgar placita puebleña sin otro encanto que el de su soledad.
Acudid en la noche del viernes santo sevillano a esa plazuela... Cuando hayáis visto el regreso de las cofradías trianeras por el puente sobre el Guadalquivir, después de escuchar las saetas desgarradoras de los encarcelados en el Pópulo, encaminaos hacia esta plazuela del Museo y aguardad el momento de volver a su capilla el Cristo dé la Expiración. No habrá en la placita muchas personas porque este crucifijo no tiene apenas el poder de sugerir exaltaciones contemplativas ni goza fama de milagrero: es un pobre Cristo retorcido y doliente que ni siquiera es de madera; un Cristo humilde que cada año por la Semana. Santa da un paseo por la ciudad para regresar tan triste como se fué, olvidado de todos y sin flores ni rezos.
En esta noche del viernes santo —noche maravillosa en que todo el cielo sé hace luna como observara Jacinto Ilusión—, acudid a la plazoleta del Museo para que sintáis la tristeza del pobre Cristo abandonado que torna de asomarse a la ciudad trayendo avivado el dolor de ver la indiferencia con que le ven pasar sus redimidos. Si acaso, un corazón de mujer compadecida cantará, para que no todo sea amargura en el martirizado, una saeta quejumbrosa en la noche clara, bajo las estrellas...
«Antes de entrar en tu templo,
Cristo de la Expiración,
a este barrio del Museo
échale tu bendición.»
Si es que sabe bendecir este Cristo, que no es de madera, bendecirá, sin duda, con toda el alma.
EL CRISTO NO ES DE MADERA
Allá por la décimasexta centuria un cordobés soldado fuese a Italia y como buen soldado de España alternó los deberes marciales con el aprendizaje del bello arte escultórico. Ora la pluma, ora el cincil, cuando Cepeda regresó a la patria era tan bravo capitán como buen escultor.
Los jóvenes plateros de Sevilla, la Sevilla de las cofradías gremiales, congregáronse en el 1580 y encargaron al escultor llegado de Italia un crucifijo a su tamaño natural representando al Redentor en el momento de volver al cielo los ojos, sintiendo el rigor con que le trataban en la tierra, para decir sus palabras:—Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Cepeda, el capitán escultor, hizo en pasta la imagen encargada: en una pasta de tierra, papel y cola. Materia deleznable ciertamente para representar la grandeza espiritual de Nuestro Señor Jesucristo, pero no por eso menos apta para contener la forma plástica del dolor humano en su extremo martirio.
ES UN HOMBRE QUE NO QUIERE MORIR
El Cristo del Museo es la imagen del Hombre que muere como hombre: del hombre que no acepta el inútil sacrificio de su muerte y vuelve la mirada hacia el Eterno Padre para protestar de sus rigores; que clama contra el abandono del cielo ante la bárbara consumación de una injusticia; que se subleva sintiéndose morir con la vulgaridad de un reo por delito ordinario... Es la imagen de la rebeldía en el momento angustioso de sentirse anulada para siempre; en el supremo instante de la renunciación y la desesperanza,' cuando la energía vital del hombre sano y útil se desploma con todas las ilusiones de amor y todas las ansias de vivir para todos y por todos morir después de haber iluminado la senda de la vida con el ejemplo sublime de sus virtudes.
Para un espíritu libre de prejuicios esta es la sensación que produce el Cristo del capitán Cepeda.
UN PRESENTIMIENTO DEL ESPÍRITU
Ante esta imagen del doloroso sacrificio prematuro, el espíritu evoca unas lecturas lejanas y unos hombres más lejanos aún... Aquellos famosos intérpretes de San Agustín, cuyas teorías se inician con el teólogo Bayo—Miguel de Bay—, siguen con Jacobo Janson y culminan en el Augustinus del obispo de Iprés, Cornelio Jansenio, al considerar a Jesús como un mortal, juzgaron que debió sufrir el martirio cual un hombre y no como divinidad insensible a la afrenta, al dolor y a la muerte. Cuando Cepeda estuvo en Italia causaba Miguel de Bay, en Roma y en el orbe católico, una enorme conmoción con sus ideas. ¿ Es posible que el soldado escultor intuyese la imagen de su Cristo a través de la nueva doctrina?
Dejemos a algún erudito el trabajo de investigar y depurar, si vale la pena, este presentimiento de un espíritu libre acuciado por el vago recuerdo de unas lecturas lejanas...
OTROS ESPÍRITUS...
Es posible que el espíritu de la muchedumbre presienta también la probable heterodoxia de esta imagen del Cristo del Museo, y por eso sea éste un pobre Cristo sin fervorosos? ¿Es posible que el espíritu colectivo cultivado unilateralmente en principios religiosos, entienda que este Cristo no acepta el sacrificio sin protestar de su esterilidad y por eso le abandona...?
EN LA PLAZUELA SOLITARIA
La plazuela del Museo contigua a la capilla es una plazuela solitaria donde reverdece el musgo, porque no la transita nadie.
El Cristo retorcido y doliente que nunca hizo milagros, vuelve solo y desconsolado de la procesional exhibición desapercibida, sin flores y sin rezos.
Y si no fuera por esa mujer compadecida que le dedica una saeta, pidiéndole en cambio una bendición, tornaría a su templo con la martirizadora certeza de espirar, bajo el cielo impasible e infinito, sacrificado inútilmente por una humanidad siempre cruel en su individualismo, egoísta por entero e insensible al dolor que pasa cerca, hiere la carne ajena y no clava su zarpa en la propia.
JOSÉ ANDRÉS VÁZQUEZ
Sevilla, Abril 1917.